Aunque, de entrada, su nombre pudiese parecer jocoso (twiggy significa ramita en ingles) quizá fue el mayor de sus aliados para darse a conocer, además de sus estrafalarias pestañas de muñeca dibujadas junto a su doble cat-eye.
Twiggy siempre fue distinta de las demás, pero no por ello menos brillante. Para los que no la recuerden (o aún no hubiesen nacido, como yo), se podría decir que fue una Kate Moss o una Cara Delevigne de su tiempo.
Si Moss reivindicó la actitud rockera y Delevingne la transgresión de los cánones establecidos a través de sus cejas, Twiggy reivindicó el modernismo o el fenómeno social del momento, el movimiento Mod. Y lo hizo gracias a la androginia moderada que le concedían su extrema delgadez, sus duras pero infantiles facciones y su corta (y engominada) melena rubia platino.
Otra de sus grandes cualidades es, sin duda, la versatilidad, ya que, además de al modelaje, también ha dedicado su vida al canto y a la interpretación. Otra, la espontaneidad ligada a una actitud divertida y despreocupada. Como prueba, siempre fue una fiel abanderada del estampado del leopardo y de que la moda debería ser estilosa y divertida.
Gracias, Twiggy. Gracias por reivindicar la diversión en una industria que parece incapaz de librarse de su lado oscuro.
A pesar del toque masculino de su imagen, nunca rehuyó de la femineidad y de la sofistificación. Tampoco de la moda colorida y hippie, propia de la década. Quizá por eso se convirtió en el rostro del 66 y sigue siendo uno de los rostros del 2015 (el pasado enero de este mismo año, la firma de cosmética y peluquería L’Oréal anunciaba que la modelo volvía a convertirse en su imagen, unas cinco décadas después).
Gracias, Twiggy. Gracias por reivindicar la diversión en una industria que parece incapaz de librarse de su lado oscuro.